Cronenberg entrevistado
Anda el Febrero un poco nevado y comprenderás que no lea con frecuencia entrevistas con cineastas. Los directores hablan casi siempre con un orgulloso y paleto sentido del humor. Organizadas por departamentos de comunicación, las entrevistas terminan siendo una retahíla de anécdotas desternillantes sobre el rodaje. Por supuesto, existe otra variedad. La de los cineastas que hablan de su trabajo con un ademán serio. Esa variedad es todavía más lamentable, si cabe: la explicación que procederá es la de los retos que supuso rodar su película.
Leer cineastas, convendremos, es una pérdida de tiempo, a excepción de algunos entrevistadores, franceses casi todos, que se toman el deber espiritual de hacerlos hablar. Ah, Francia, a estas alturas todavía tan paciente. También algunos norteamericanos. Por supuesto, hay otros directores que parecen haber pensado tanto en su trabajo que la entrevista es una guía estupenda para comprender su universo. O que lo han hecho lo suficiente para que comprendamos asuntos de su biografía.
Pero no me pierdo: David Cronenberg, me doy cuenta, no es de estos hombres. Cronenberg cuenta con todas mis simpatías por su última película, esa en la que Michael Fassbender se despierta como un Jung sudoroso y Viggo Mortensen se divierte siendo un Freud casi falstaffiano, aunque pareciera más bien un Long John Silver de una isla del tesoro improbable, la del deseo.